Con el tiempo se ha visto que el coronavirus ha venido acompañado de unas cuantas cosas; la mayoría de ellas nuevas, algunas malas, otras no tanto, y también las hay de las que deberíamos haber aprendido algo. Lo que a mí me trajo la pandemia y el primer confinamiento fue un diente casi partido al caerse una taza del armario y una muela del juicio. No sé cuál de los dos regalos me gusta menos.
Ahora, después de dos años, mi nueva muela ha decidido que quiere salir y ver mundo, cueste lo que cueste. Y a mí me estaba costando unos dolores de cabeza horribles, así que esta semana por fin me he decidido y la he dejado en libertad.
Para ello, tuve que buscar en primer lugar un dentista, ya que aún a estas alturas yo sigo volviendo al mío en España siempre que estoy de visita. Sin embargo, esta vez no podía esperar tanto y acudí a la doctora a la que va el Cocinero alemán. En cuestión de media hora ya había entrado, me habían hecho una radiografía, me habían preguntado si quería que me sacaran la muela ese mismo día y ésta ya estaba fuera. Así, sin más. Bueno, a cambio de 200€, ya que era un dentista privado.
Lo bueno que tiene este país es que, en estos casos, se puede enviar por correo la factura del doctor, a la que se le añade nuestro número de cuenta, y en un tiempo razonable se recibe una parte de ese dinero de vuelta. Y quien dice por correo dice también a través de una aplicación de la seguridad social que sirve, entre otras cosas, para eso, y la cual sólo puedo recomendar encarecidamente.
Así que, en resumen, mi muela se salió con la suya y yo me quité un peso de encima. Todo ventajas.